‘… hay que diseñar penas y medidas alternativas al encarcelamiento que promuevan la integración real de la persona a la sociedad y generar mecanismos de acompañamiento de los internos al salir de la cárcel…’.
La humillación, golpiza y descargas eléctricas recibidas por los ecuatorianos imputados por el crimen de Margarita han generado diversas reacciones en la sociedad. Bien o mal, el país no ha quedado indiferente.
Quienes trabajamos en contacto con las cárceles y el sistema de justicia penal sabemos que la violencia y la tortura son parte de la realidad carcelaria chilena, lo que ha hecho que, según datos de Gendarmería de Chile, las riñas y agresiones sean la segunda causa de muerte de las personas privadas de libertad entre 2011 y 2016. El hacinamiento, las precarias condiciones materiales de encarcelamiento, la deficiente atención de la salud, las agresiones físicas y psicológicas, las requisas vejatorias, las amenazas y el robo o daño de las pertenencias son situaciones que se viven a diario al interior de estos recintos. La degradación humana conduce a perder la empatía y el vínculo sano con el otro. Esto configura espacios que la sociología ha descrito como ‘la producción de lo inhabitable’, promoviendo a todas luces una cultura de la indignidad y la crueldad entre seres humanos.
La forma en que acontecieron los hechos padecidos por los imputados ecuatorianos (a la hora de almuerzo y en un módulo de 180 internos custodiados por un solo gendarme) pone en duda no solo la capacidad de Gendarmería de Chile para resguardar la seguridad de los internos, sino también la existencia de condiciones reales para trabajar por su reinserción social. El último informe publicado por la Fiscalía Judicial de la Corte Suprema advierte que para 2017 el uso de celdas de aislamiento sigue vigente por razones de traslado o segregación, incluso por más de 60 días, muchas de ellas sin luz eléctrica y con deficientes condiciones higiénicas. Agrega, además, que existe sobreocupación en la mayoría de los recintos penitenciarios del país, escenario que viene siendo denunciado desde hace 15 años. Advierte, también, sobre la dificultad de realizar actividades de capacitación, estudios e intervención psicosocial de calidad en un régimen de 15 horas diarias de encierro, situación que se agrava considerando la escasez de infraestructura para realizar actividades que apunten a la reinserción. Todo ello genera como resultado que menos del 20% de la población penitenciaria pueda acceder a alguna ocupación laboral y que gran parte de ella se trata de actividades artesanales realizadas por cuenta propia.
Para afrontar esta realidad, desde hace al menos una década distintas organizaciones ciudadanas y académicas hemos planteando estrategias concretas. Entre estas se destacan, en primer lugar, modernizar la institucionalidad a cargo de la reinserción social de los condenados, pues la actual no cuenta con programas suficientes que intervengan los factores que llevaron a las personas a delinquir y promuevan sus procesos de desistimiento delictual. En segundo lugar, es necesario reducir los niveles de hacinamiento y mejorar las condiciones de nuestras cárceles, promoviendo, entre otras medidas, la creación de una ley de ejecución penal que permita controlar lo que ocurre al interior de las cárceles, pues la situación actual termina por afectar derechos de internos y funcionarios penitenciarios. Y por último, se requiere diseñar penas y medidas alternativas al encarcelamiento que promuevan la integración real de la persona a la sociedad y generar mecanismos de acompañamiento de los internos al egresar de la cárcel, poniéndolos en contacto con servicios sociales para evitar que su única perspectiva al salir a la calle sea volver a delinquir.
Continuar depositando en nuestro actual sistema penitenciario la ilusión de poner fin, o por lo menos callar, un conflicto social mucho más profundo, nos destinará al fracaso. La solución real a los problemas que genera el delito requiere compromisos institucionales que no se pueden reducir a simples aumentos de penas y que comienzan con mejorar las condiciones de trato a los internos y entregarles una oferta de reinserción efectiva. La inseguridad es un conflicto social que se debe enfrentar intersectorialmente, con todos los servicios del Estado. No podemos seguir sosteniendo la fantasía de que la cárcel es un sistema de castigo que por sí sola conduce a la convivencia pacífica y al desistimiento del delito.
ANA MARÍA FIGUEROA SALAZAR
Programa de Estudios Sociales del Delito, Instituto de Sociología de la Pontificia Universidad Católica de Chile.
Publicado en: El Mercurio